Tras las sombras de la guerra
Hace muchos años, en el 2006, mi familia y yo decidimos emprender un viaje desde Pasto hasta Tumaco. La carretera serpenteante nos llevaría a través de majestuosas montañas y exuberantes paisajes, pero también nos sumergiría en la cruda realidad del conflicto armado que asolaba Colombia en ese momento.
Era un día soleado cuando salimos de Pasto. Mi familia, compuesta por mi papá, mi mamá y mi hermano menor, estaba emocionada por la aventura que nos esperaba. Sin embargo, esa emoción se vería pronto empañada por un encuentro inesperado.
A medida que nos adentrábamos en las regiones rurales, comenzamos a sentir la tensión en el aire. Los rumores sobre la presencia de grupos armados en la zona resonaban en nuestras mentes, pero decidimos seguir adelante, esperanzados en que nuestro viaje transcurriría sin incidentes.
Cerca de Tumaco, nuestro destino final, nos vimos sorprendidos por un grupo de hombres armados que bloquearon el camino. La incertidumbre se apoderó de nosotros cuando nos dimos cuenta de que estábamos siendo asaltados por una banda de las FARC. Nos ordenaron bajarnos del carro y nos rodearon con miradas desconfiadas y armas al alcance.
Mi papá, valiente pero consciente de la situación, trató de dialogar con ellos. Les dijo que éramos una familia común y corriente, en busca de un viaje pacífico. Intentó explicarles que no éramos parte de ningún conflicto y que solo queríamos llegar a nuestro destino.
La tensión en el aire era palpable mientras los insurgentes discutían entre ellos. Mi papá, con nervios controlados, les contó sobre su familia, sobre nosotros. Les dijo que, al igual que ellos, solo buscábamos la paz y la seguridad. Afortunadamente, su mensaje caló hondo en alguno de ellos.
Después de lo que pareció una eternidad, decidieron llevarse a mi papá para hablar con él en privado. Nos dejaron en la carretera, esperando con el corazón en la mano. Media hora después, mi papá regresó ileso. Les había contado sobre nosotros, sobre nuestra vida y nuestras esperanzas, y les rogó que nos dejaran ir.
Milagrosamente, accedieron a su pedido. Nos devolvieron las llaves del carro y nos instaron a seguir nuestro camino. Mientras partíamos, podíamos sentir el peso de lo que acababa de suceder, la fragilidad de la vida y la injusticia que afectaba a tantos colombianos en medio de ese conflicto.
Aunque han pasado los años y el conflicto armado en Colombia ha disminuido en intensidad, sus cicatrices siguen presentes. Las zonas rurales, donde se desarrolló nuestro encuentro, continúan siendo testigos de los estragos del conflicto. Los campesinos, como nosotros en aquel viaje, aún enfrentan desafíos diarios relacionados con la seguridad y la estabilidad.
Nuestra experiencia fue solo una pequeña muestra de la realidad que muchos colombianos vivieron y siguen viviendo. A pesar de los esfuerzos por lograr la paz, el camino hacia la reconciliación y la estabilidad completa es largo. La historia de mi familia es un recordatorio de cómo, incluso en medio de la adversidad, la esperanza y la resistencia pueden prevalecer.